miércoles, 2 de septiembre de 2009

Unas palabras



  Creo que fue un domingo, en realidad, da igual  que dia de la semana que sucedió.

  Acababa de doblar la enésima esquina cuando escuché una voz de niño diciendo: “…!anda¡, le pides dinero y te da un papel”. Como me pareció un comentario gracioso desande mis pasos para volver a asomarme a la esquina que acababa de pasar y vi como una madre acompañada de un marido rechoncho terminaba su operación en  el cajero de un banco y recogía el “papel”.

  “Es el recibo, hijo” aleccionaba a su churrumbel   con voz cansina mientras este pasaba bajo mis pies respondiendo con un ¡Ah!, que son de esos “Ahs” que no sabes si son el principio de un “¡Ah!, ya lo sabia” un “¡Ah! De compromiso  o un “!a … mi que me importa!” tan típico de su edad.

  Me hizo gracia el comentario rutinario del señor rechoncho que como una letanía debía repetir unas veinte veces al día : “no corráis”. Cuando me esquivaron como una exhalación y comprendí que mas bien estaban entrenados para correr que para andar tranquilamente.

  Iba a poner mis pies en el ultimo escalón de la Plaza Nueva ;se que era el ultimo porque cuando llegas a esas magnificas plazas amplias que hay en el centro de casi todos los cascos antiguos de las ciudades es como volver a nacer, salir de un útero oscuro para pasar a un mundo de luz que mas te vale te pille con las gafas de sol a mano. (Efectivamente era domingo, en mi ciudad solo este día de la semana hay sol). Cuando otro par de chavales me increparon de repente : “Señor vaya a decirle unas palabras a mi padre”, y lo repetían de nuevo mientras giraban en torno a mi.

  La verdad es que no les hice mucho caso. Mientras, pensaba en lo mal que me sentaba la palabra “Señor”, uno que recién estrenaba los “cuarenta y tantos” y ya le llaman señor…

  “Señor vaya a decirle unas palabras a nuestro padre, es un momentito”, no se todavía si me convencieron por su insistencia, su educación a la hora de hablarme o que revoloteaban tan exquisitamente a mi alrededor que en ningún momento se interfirieron en mi espacio vital que me  encontré de nuevo retrocediendo  agarrado de la mano del mas pequeño, que me enseñaba el camino con esa  expresión de felicidad que da el trabajo bien hecho.

  Cuando llegué al establecimiento de su padre me di cuenta que era de esos que se camuflan con los sucios sillares del entorno y que desde luego yo nunca habría reparado en que allí había una tienda de algo.  Antes de entrar me largo el mayor un bolígrafo azul celeste cuyo caperuzón y cuerpo eran del mismo color, mientras me señalaba un grueso libro apoyado en  una mesita a la izquierda de la puerta. Vi que se trataba de un libro de visitas o algo así, mientras lo inspeccionaba distraídamente destapé el bolígrafo pensando en que iba a escribir, con tan mala suerte que salio volando para caer en una vieja papelera contigua de esas antiguas, como de red de baloncesto pero con fondo.

  Cuando me incline para recuperarlo y colocarlo en la parte de atrás del boli ,vi que  en el interior de la papelera, sobre una montaña de bolas de papel, como de guiones desechados y arrugados, al menos dos bolígrafos rojos, uno verde y otro azul oscuro con toda la pinta de estar gastados, y con toda la pinta de ser un lote de esos comprados al por mayor, todos iguales y pensé: “caramba ,pues si que ha firmado gente”.

  Me incliné sobre el grueso volumen y escribí: “unas palabras para su padre… con cariño, Yo”. La verdad es que no se me ocurrió nada mejor. Devolví el bolígrafo al chaval y me mostró la entrada como una sutil invitación. Entré dentro y comprendí que estaba totalmente mimetizada con las calles del entorno, aquí dentro no solo no eran necesarias las gafas de sol –como en los modernos comercios- sino que mas bien se agradecía algún punto de luz extra.

  Llegue a unas escaleras cuyo desarrollo se notaba claramente que había sido hecho para ampliar el espacio de almacenamiento del piso inferior que para proteger la crisma de los torpes como yo. Cuando por seguridad me agarre a la barandilla palpe lo que mis pies ya habían palpado: la erosión que tenían los peldaños era como pisar en una bañera tras otra, ¿Cuántos zapatos habrían trabajado conjuntamente para diseñar esa forma de cuenco?.

  Estaba en esos pensamientos cuando comprendí que era una antigua librería, de esas que las tapas de los libros aún no tenían colomines y menos color blanco, allí nada era blanco, a lo sumo “amarillento nicotina” si es que existe ese color.

  Supe que era una librería no por que pudiese apreciar aun algún volumen, sino por que a medida que descendía por esas escaleras de caracol borracho iba entrando en mi nariz ese característico olor de papel, tinta y humedad mezclado a partes iguales.

  Cuando pisé le suelo firme –que no lo era tanto- ya pude ver las vetustas estanterías de madera cuyo único tratamiento era el paso del tiempo, ya que no conocía pintura alguna  que diese  esa tonalidad distintiva a antiguo.

  El caso es que había demasiado silencio cuando llegué a un cuarto en el fondo que hubo de hacer las funciones de despacho en cuyo suelo había los restos típicos de un ágape, es decir palillos y papelillos alfombrando la tarima de oscuro y curado roble. ¿Qué demonios hago yo aquí cuando ni soy un lector enfebrecido, ni había nunca pisado ese local? Me estaba preguntando cuando una luz (luz natural, claro, el resto de luces brillaba por su ausencia) me llevó al final del despacho que desembocaba en unas escaleras de piedra que bajaban aun mas a un patio soleado que tenía una salida a la calle. El estado de estas escaleras no hace falta describirlo, digamos que “usadas”.

  Bajaba yo despacito y con la vista en cada peldaño que es lo que la prudencia aconsejaba cuando por la otra esquina apareció una pareja de unos cincuenta y tantos apresurados y gritando: “Don Severiano, Don Severiano”….

  Cuando mire en al dirección que ellos lo hacían ,observé a un señor anciano que era arrastrado cariñosamente por una mujer joven (casado en segundas nupcias, pensé). Este al oír que lo llamaban giró su cabeza y alzando su mano  derecha en la que portaba el sombrero saludó alegremente a las personas que lo llamaban.

  Entonces si que me quedé con las ganas de haberle podido decir unas palabras a aquella persona. Su rostro amigable y rosado estaba recorrido por esas arrugas de expresión , esas que ahora todos se empeñan en borrar mediante modernas técnicas. Pero eran letras mas que marcas, ya que se podía leer con nitidez que su portador era un anciano alegre y jovial . Ojalá muchos planos de carreteras, con los que todos nos hemos perdido alguna vez, fuesen tan claros como los meandros de su piel.

  La ternura que desprendía, esos ojos pequeños como de ratoncillo travieso y la felicidad que iba dejando tras sus pasos, me hicieron caer en la cuenta de que acababa de perder la oportunidad de conocer al ultimo hombre feliz que poblaba aquel casco viejo de la ciudad. Aquellas calles de tertulia, alegría discutidora y tiempo calmo que ya no volverían.

“Adios, Don Severiano”, murmuré en bajito, para no hacerle perder mas tiempo ya que tenía el típico aspecto de persona que llega tarde a todos los sitios.

 Cuento breve para un desayuno de mi compañera

© No me importa que copies mis palabras, la mala leche o el amor con las que nacen me pertenece solo a mi. 2009 

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